Un cuento medieval

“Una de las maneras más seguras de perder una guerra es cuando el general se deja llevar por la pasión irracional”
Sun Tzu, 500 años antes de Cristo

Había una vez un reino en el cual el conflicto por las retenciones a las exportaciones de granos estaba en su apogeo, entonces alguien dijo:

¡Con los impuestos no se jode!

Promediaba la Edad Media cuando, a comienzos del siglo XIII, John of England fue coronado rey de Inglaterra. Al empezar su reinado gozó del apoyo de la nobleza por su respeto a las libertades y derechos civiles otorgados a la Iglesia y a los nobles por su antecesor el rey Henry I, pero de entrada nomás el monarca se mandó algunas macanas. Por ejemplo, se metió de lleno en la interna de los monjes de Canterbury para nombrar el nuevo arzobispo originando así un grave conflicto, a tal punto que llevó a la intervención del Papa Inocencio III. Para componer las cosas John, que terminó excomulgado, tuvo que declarar a Inglaterra e Irlanda tierra papal y pagarle a Inocencio una renta anual en concepto de alquiler. A los nobles barones del reino, el asunto no les gustó nada, porque en definitiva el oro tendría que salir de sus bolsas, que a su vez se llenaban con lo que tributaban los nobles varones (esta vez con ve) es decir sus plebeyos súbditos.

Andaba John guerreando con los franceses y había perdido ya sus territorios en Normandía cuando su tesorero, el español Don Julio, le notificó que las arcas reales estaban flaqueando en forma alarmante. Enterado de esto Sir Albert, Lord Mayor del Gabinete, ordenó al ministro de economía que aumentara los impuestos, sin advertir que ya habían sido aumentados antes diez veces en poco tiempo. Y entonces se armó el gran despelote: estalló una revuelta, los barones se rebelaron y dijeron ¡Basta! Cuando John se dio cuenta de que había metido la pata hasta las verijas, le dio una patada en el culo a su ministro de economía, pero era demasiado tarde; la opositora Lady Lilith andaba ya recorriendo las canchas de torneo y con su habitual optimismo presagiaba desgracias teñidas de sangre y llamaba a la paz y la concordia. ¡Vamos a salir, vamos a salir! decía desde adentro.

En efecto, los barones del reino dejaron por un momento de lado sus frecuentes y violentas reyertas por cuestiones territoriales y constituyeron la Mesa Redonda de Enlace de sus cuatro organizaciones. Lamentaron no poder decir que el nuevo impuesto era inconstitucional porque no existía constitución alguna, ni en Inglaterra ni en ningún otro reino. Recurrieron entonces a una novedosa estratagema: ¡A cortar las rutas! La consigna fue acatada disciplinadamente y aparecieron en los caminos numerosos grupos de nobles y plebeyos que impedían el libre paso de jinetes y carretas. Pronto los nobles barones aceitaron sus armaduras, se las calzaron, montaron sus briosos corceles bizarros y, desafiantes, partieron al galope hacia Londres levantando una polvareda de la san puta que enturbió la tranquilidad de toda la isla.

¡Qué barbaridad! se lamentó la reina Christina rodeada de su séquito, quieren desestabilizar al gobierno de su majestad provocando el desabastecimiento de alimentos. Sir Daniel, lord of Good Airs, uno de sus cortesanos, fue más contundente ¡Con la comida no se jode! gritó enojado al tiempo que blandía una pata de cordero. ¿Y con la inflación, qué vamos a hacer? preguntó compungida la reina, a lo cual respondió astutamente y sonriendo su paje William (apodado El Moreno): Non calentarum, my lady, eso lo arreglo yo.

La protesta tuvo su epicentro en un condado situado entre ríos, famoso por un puente fuera de uso, y fue liderada por Sir Alfred of Angels, cuyas proclamas provocaron la ira del rey y su corte. “No nos vamos a arrodillar ante el tirano” fue una de las arengas que recogieron los cronistas de la época, algunos de los cuales calificaron al término tirano como un exabrupto. Sin embargo, trescientos años después, al consultar The New Oxford Dictionary, los historiadores revisionistas concluyeron que Sir Alfred no carecía de cierta razón.

Al mismo tiempo, lejos de Londres, una enfervorizada multitud se reunió alrededor del monumento al Real Estandarte. ¡Estamos en contra del carruaje bala!, bramó allí Sir Edward refiriéndose a un proyecto de interés de los franceses, y también: Estos monarcas son un obstáculo para el progreso del reino, por lo cual más tarde tuvo que pedir disculpas. Pero no todos apoyaban incondicionalmente la revuelta; si bien rechazaban la torpeza inicial y la terca intransigencia posterior del rey, sabían que no todos los barones eran santos varones. El monarca, en cambio, contaba con aliados dispuestos a armarse y morir por él si era necesario. Alegaban, con toda razón y derecho, que el Estado debe intervenir y que los impuestos tienen que servir para redistribuir la riqueza. Estamos en contra de la renta extraordinaria, postulaban, ¡No puede ser que en un reino productor de ovejas y de leña como Inglaterra haya gente que se muera de hambre y de frío!

Así las cosas, al acercarse a Londres los nobles rebeldes, las vecinas de las barriadas norteñas no sólo salieron de las casas golpeando con entusiasmo sus cacerolas de peltre sino que además les abrieron a los nobles las puertas de la ciudad. Hubo también algunos cacerolazos en los suburbios y en varios poblados del interior, pero no hicieron mucho ruido porque allí las cacerolas eran de barro. Estas manifestaciones de los comunes afectaron grandemente el humor del matrimonio real, pero el rey no quiso admitirlo: ¿Qué carajo quieren esas minas? ¿Acaso no se dan cuenta que le están haciendo el juego a la oligarquía vacuna, perdón, ovina? En compensación, luciendo una gran K (de King) en sus escudos, algunos grupos adictos al rey se congregaron en Park of May. Se cree que el hijo del rey, el valiente príncipe Máximo, estaba entre ellos.

Finalmente, los barones entraron en Londres el 10 de junio de 1215 y demostraron que, como habían manifestado públicamente en reiteradas oportunidades, no propiciaban ningún golpe de Estado. Sin embargo, no se habían metido en las férreas armaduras para ir al palacio a bailar el minué: John of England seguiría reinando, pero le impusieron condiciones que limitaban su poder y otorgaban a los demás ciertos derechos. El acuerdo quedó sellado en un acta que se llamó Magna Carta, la primera constitución que registra la historia. En ella se creaba un Consejo que luego sería el Parlamento y, desde 1215, serían para el Parlamento y no para el rey la atribución de fijar los impuestos.

Esta es la historia, amigos, (con ligeras variantes y algunos nombres cambiados para proteger a los inocentes) de la Carta Magna y de John of England, más conocido como Juan Sin Tierra.

Pasó la Edad Media, también la Moderna, y pocas veces actuaron los políticos ingleses olvidando el quilombo de 1215: una ocurrió casi seiscientos años más tarde, a fines del siglo XVIII, en relación con un inocente impuesto al té, a consecuencia del cual Inglaterra perdió su colonia en Norteamérica. Otra tuvo lugar en el siglo XX cuando se eclipsó bruscamente la carrera de Margaret Tatcher al intentar establecer un impuesto municipal per capita. La historia debe de estar repleta de casos similares pero, evidentemente, los políticos no escarmientan.

Los constitucionalistas modernos de los países con representación parlamentaria, y en particular del nuestro, siguen el criterio de la Carta Magna de 1215. La atribución exclusiva del Congreso para establecer impuestos se menciona en varios artículos de la Constitución Argentina: 4, 9, 17, 75.1 y 99.3. No hay ley, decreto, resolución ministerial o código aduanero que pueda oponérsele. Cuesta creer que aún hoy, habiendo corrido tanta agua por el Támesis y el Riachuelo desde 1215, sigamos los argentinos discutiendo este asunto.

Escribí esto el 24 de junio de 2008 para mis amigos del email.

En el grabado, Juan Sin Tierra firma la Carta Magna